Por: ALDAMA
ESCAMILLA VIVIANA ELIZABETH
Llegaba el ocaso y Duncan aún galopaba
por el bosque maldito. Había salido del palacio con los primeros rayos del sol, y durante el día anduvo cazando con arco y
acampando.
Hacia el final de la tarde hirió a un jabalí, persiguiéndole después
largamente. En la persecución cruzó a galope por densos matorrales, y costeó peligrosamente el
borde de barrancos, donde algunas piedras que se desprendían rodaban hacia el fondo siempre brumoso
de aquellos
abismos. Tan empeñado estaba Duncan, que en su afán por capturar a la bestia,
no reparó en lo tarde que era, y recién cuando perdió el rastro entre las primeras penumbras de
la noche, tomó conciencia de que debía regresar.
Para llegar al castillo debía atravesar el camino que zigzaguea por el bosque
maldito, un lugar donde por la noche vagan todo tipo de espantos y apariciones engañosas, que pueden
enloquecer a un hombre de terror.
Duncan galopaba agazapado sobre el lomo del caballo, y azuzaba al animal para
que corriera más. La luna asomó tras una montaña, y el bosque se inundó de su luz espectral, y la
bruma de las zonas bajas resplandeció, y espíritus malignos y antiguos despertaron a la noche, y
duendes maliciosos salieron de sus cavernas dando saltos entre las rocas; mientras Duncan seguía
galopando.
De pronto algo se atravesó en el camino; un lobo blanco cruzó corriendo. El
caballo se asustó y se levantó sobre sus patas traseras, lanzando un relincho. Duncan cayó hacia
atrás, y aunque se levantó rápido no pudo evitar que su caballo siguiera solo, desapareciendo al galope
tras un recodo. Desparramando su mirada por el aterrador paisaje nocturno que lo rodeaba,
Duncan pensó que su situación era grave; su espada y el arco habían quedado en la montura, y sólo
cargaba un cuchillo de monte. Sendos rayos de luz lunar bañaban el camino. Se hincó en el lugar por donde
había pasado el lobo y no vio sus huellas; sólo había sido una aparición. Siguió a pié por el camino, atento a lo que escuchaba, volteando ante el menor
crujido de una rama, y mirando sobre su hombro cada pocos pasos.
Algunas sombras o siluetas cruzaban entre los árboles, desde donde llegaban
algunos rumores y risitas malévolas, que infundían terror en el corazón valiente de Duncan. De repente escuchó el tronar de un galope que venía hacia él. Saltó a un
costado del camino y empuño el cuchillo. Por el camino apareció un jinete que
reconoció inmediatamente; era Enid, su esposa. ¡Enid! - gritó Duncan saliendo de las sombras. Ella frenó al animal y saltó a
tierra. ¡Duncan! - exclamó ésta, y se echó en sus brazos.
- Tu padre no quería que viniera, dijo que era muy peligroso, pero yo tomé un
caballo y vine, no podría quedarme sin hacer nada, sabiendo que estabas en este bosque maldito -
dijo Enid.
- ¡Enid! Tenía razón mi padre, aquí es muy peligroso, ¡pero que bueno que
viniste! Ahora vámonos. Y dicho esto Duncan montó, tendiéndole el brazo después para que ella subiera.
En el anca del animal, ella se agarró fuerte de Duncan, y juntos partieron
rumbo al castillo. Al cruzar por una zona bien iluminada, donde el bosque se abría, Duncan se dio
cuenta que el caballo que montaba era el mismo que había usado ese día, el que lo volteara. Y
entonces sintió un terror atroz: lo que lo envolvía entre sus brazos no podía
ser su esposa, pues era imposible que el caballo hubiera regresado a la caballeriza sin que lo notaran, ya que ésta estaba tras
los muros, y antes de caer la noche la puerta se cerraba. Con terror en la mirada, bajó la vista hasta los
brazos que rodeaban su pecho, y vio que eran esqueléticos y arrugados como los
de una anciana decrépita.
Duncan comenzó a gritar, y su acompañante lanzó una risotada estridente y
horrible. Él enloqueció de miedo y se perdió en el bosque maldito.
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